viernes, 31 de julio de 2009

¿Quiénes se fueron en el 2001?

¿Quiénes se fueron en el 2001?
La ausencia de los partidos políticos y la operatoria cultural de la derecha

(121) 30 de Mayo de 2009

Escuche decir a un sociólogo, que relataba los acontecimientos de Diciembre de 2001, que después de aquellos sucesos, y en particular después del “que se vayan todos”, alguien, o mejor dicho, algo se fue.
¿Se fueron los políticos? Está a la vista que no. Ahí tenemos exactamente a los mismos, mimetizados, travestidos. ¿Quién se fue entonces? Los que se marcharon fueron los partidos políticos. Intentemos comprender la razón profunda de esta retirada
Podríamos decir sencillamente y de una sola vez que la derecha hoy por hoy no necesita partidos. Tampoco un programa. Solo precisa una estrategia simple, clara, que otorgue esa tranquilizante sensación de superar las rancias ideas de “conflicto” político, de “intereses opuestos enfrentados”, de “lucha social” y por supuesto, y más aún, de luchas de clase. Todas estas ideas para ellos huelen mal, son anacrónicas, dicen.
Las estructuras partidarias entonces ya no cuentan, quedaron atrás, son piezas de otro juego. Los comités, las unidades básicas, las tarimas montadas en los barrios para los discursos de campaña, todo eso se desmoronó, y ya no sirve, como el Winco o la radio Spica, no tiene sentido intentar hacerlas funcionar. Hoy son los grandes operadores mediáticos quienes colocan los referentes y las figuras, y deciden cómo encuadrar lo que se tiene que ver y lo que no se tiene que ver. Desde esta operatividad cultural, quedan pulverizados lugares y memorias, el espacio y el tiempo se disuelven y con ellos las instituciones que lo expresaban. Entre ellas, claro está, los partidos políticos. Por eso la actual política, y valga el contrasentido, es despolitizadora a fuerza de machacar en su afán por lograr ese primerísimo plano y aquel titular en la prensa.
Nos parece fundamental advertir que estamos hablando de una continua y planificada operatoria que antes de ser política es cultural y ha tenido una profunda llegada sobre el modo de ver y sentir de la ciudanía.
Hace treinta años, y ante la oleada neoliberal que se veía avanzar, el francés Pierre Dommergues casi profetizó este presente: “Los neoconservadores se proponen una revolución cultural que destrone el actual régimen de partidos y deje atrás a los referentes sociales de la izquierda democrática. La lucha se dará en el campo cultural y de massmedia para un tiempo de reordenamiento de mercado donde desaparezcan las variables de izquierda y derecha como paradigmas de orientación social, en pos de limitar a las demandas democráticas y a los Estados de corte social. Se ofrece, como sustitución, un liberal conservadurismo y un liberal modernismo, que más allá de sus divergencias coincidan en la voluntad de imponer una nueva repartición de la riqueza, disciplinar a la mano de obra, descalificar toda política que se resista a este disciplinamiento y establecer una nueva forma de consenso. Es una amplia operación de reestructuración cultural de gobernabilidad para correr a la sociedad en su conjunto hacia la derecha, a través de un Partido del Orden Democrático. Es una nueva sociedad de la información para un nuevo tiempo moral”.
La descripción me parece brillante por exacta, por precisa. Un calco de nuestro presente.
Esta operatoria cultural fue la que en los 90 planteó el fin de las ideologías, de las disputas de clase, de las derechas y las izquierdas, precisamente como principios disolventes de todo sentido de conciencia crítica sobre la realidad. Ese no lugar en realidad termina siendo “el lugar” propicio para desplegar sus intereses y llevar aguas para su molino.
Así surge un nuevo lenguaje político con un diccionario propio de definiciones: El Estado regulador, interventor, recaudador es un espacio ineficiente, corrupto, que “gasta mi dinero”. ¿Por qué el estado se mete con lo que yo gano o gana mi empresa?, dice un empresario. “Si quieren plata que laburen ellos”, vociferan los del campo. Lo comunitario para esta cultura es una quimera entre yo, el negocio y “mi bolsillo”. Lo colectivo, como nueva definición, no cuenta, y por eso lo nacional será un espacio sin historia, sin protagonistas, siempre al borde del caos. Los ciudadanos, para esta cultura serán seres aislados, nunca representados por nadie, solo por el foco de la cámara y el micrófono que nunca se detyiene. Nadie es parte de la memoria de lo público, de los hospitales sociales y las escuelas en crisis. El nuevo ciudadano comprometido no es más que un cliente exigente del otro lado del mostrador reclamando que lo atiendan bien en este nuevo negocio. La libertad ciudadana es entrar al escaparate de un cuarto oscuro dónde nos ofrecen candidatos sin partidos, sin historias, sin más proyecto que la restauración de lo viejo disfrazado de nuevo.
Sobre esta cultura los políticos de la derecha juegan de locales, en cancha propia. El trabajo de ver el mundo, de descubrirlo, le viene ya dado, envuelto y con moño arriba. Se mueven como peces en el mar. A esa derecha le viene como anillo al dedo vaciar los acontecimientos de sentido, a los hechos de su historicidad, a la vida de sus memorias. Por eso esta nueva derecha es mimética, camaleónica y puede teatralizar una rebelión campesina, cuando en la vida real aspira a un destino conservador para el país, o hablar de distribución de la riqueza mientras aseguran sus cuentas en Suiza.
Devastación del mundo de la palabra, brutalización massmediática; remate general de conceptos con una clara direccionalidad: a río revuelto, ganancia de pescador. ¿No es eso acaso esta exitosa tilinguería mediática del gran cuñado montada por los tinellis, revolver el río sin obstáculos? ¿No estamos ante propuestasque apuntan a vaciar de contenido historias y memorias, a cagarse de risa frivolizando las desgracias y postergaciones colectivas, desmontando cualquier vínculo entre universo reflexivo-crítico y acciones transformadoras y ofreciéndonos a cambio la banalidad de una risa entre cómplice y oligofrénica?
Por eso el debate profundo que hoy necesitamos no pasa por discutir candidatos y partidos, o lo que queda de ellos, si no por desenmascarar un discurso y un accionar sustentado en esa cultura que se fue desplegando.
Que se vayan todos, fue el grito del 2001. No se fue ninguno. Se fueron los partidos, y los despojos que hoy subsisten de ellos, como cantos de sirena, y a través de candidatos de vidriera, nos siguen proponiendo caminos trillados de mentira y muerte. Que se vayan todos fue ayer. ¿Qué grito nos estamos debiendo los argentinos en estos tiempos que corren?

No hay comentarios: