La despolitización de la política y la casa de chocolate
(124) 20 de junio de 2009
Corren tiempos de café descafeinado, de carnes desgrasadas, cervezas sin alcohol, leche descremada, mermelada sin azúcar. Era esperable en épocas como estas encontrarse con políticas despolitizadas.
La antipolítica en el mundo, y con rasgos bien criollos en nuestro país, se ha convertido en una especie de peligroso sentido común difundido por personas que tienen por costumbre abrir la boca unos segundos antes de pensar. La negación de la política como modus vivendi, todo lo traspasa, sobrevuela la realidad, invade la atmósfera, igual que la estupidez, y nos encierra en un callejón de difícil salida. Tal vez el periodismo televisivo, como una fuente inagotable de frases hechas y lugares comunes sea hoy por hoy su principal difusor. Negar la política como algo malo en sí mismo, como una forma de descrédito en manos de inescrupulosos, para después reducirla a una cuestión tecnocrática. Las cosas así determinan que la política se convierta en un hecho básicamente destituyente, totalmente vaciado de contenido.
Entonces se encuentran dos amigos y ahí nomás uno le vomita al otro: “¿A quién votás el 28?”. “Cualquiera me da lo mismo”. “Acá son todos iguales”. “La política es un juego sucio”. La demolición de la política comienza a pasearse por lugares trillados, desde criticar los grandes sueldos de los funcionarios, hasta la vinculación de los dirigentes con los grupos de poder económico, pasando por la última cuatro por cuatro que se compró aquel diputado y llegando a los que un poco más informados se las ingeniarán para criticar la estatización de las AFJP, la nacionalización de Aerolíneas, las retenciones, la creación de un ente para intervenir en el mercado de granos, etc. Todo bajo un denominador común: la política es una porquería, y esto dicho en nombre del sentido común y fogoneado por los medios.
El sofisma o la falacia de todas estas razones, a veces, y sinrazones, otras, radica en identificar necesariamente política con trampa y reducirla a ser solo eso como condición de posibilidad. Esto nos sumerge en un verdadero círculo vicioso. ¿De qué sirve analizar y confrontar las retenciones al campo, el sistema aerocomercial, el impuesto a la minería o la ley de radiodifusión, si damos por supuesto que el único objetivo de cualquier iniciativa oficial es la corrupción?, ¿De qué vale considerar cualquier crítica opositora, si partimos del preconcepto de que su mirada solo apunta a acumular poder para seguir también por el camino de lo espurio?
Entendemos que fundamentalmente el actual vaciamiento del edificio político tiene como firmes cimientos el culto a la tecnocracia de los ’90. Con la caída del muro se produjo un efecto naipe que nos llevó a hablar del “Fin de la Historia”, “Fin de las Ideologías” y sobretodo, “Fin de la Política”. La sensación de que el concepto de la lucha de clases ya no explicaba nada y que era un fetiche obsoleto, sumada a la desactivación de la opción militar, porque ya había cumplido con su misión al servicio del amo imperial, hicieron que la antipolítica adquiriera un tono modernizante y tecnocrático. Con esto la ultra derecha neoliberal, dueña y señora del mundo, dijo sencillamente: No hay más interpretación de la historia que la mía. En Argentina es precisamente con Menem cuando la política fue desplazada por la economía y el político reemplazado por el tecnócrata. Esta sustitución se apoyaba en la torpe creencia de que existen soluciones neutras para la resolución de las grandes cuestiones nacionales.
Los nuevos políticos emergentes, en buena proporción provienen de los mismos medios (artistas, cantantes, corredores de autos, payasos…), del mundo empresarial y de las academias de la derecha. Saben valerse eficazmente de un lenguaje nuevo. Si las circunstancias lo requieren no dudan en echar mano de altisonantes frases de izquierda, a modo de préstamo temporal y con la firme promesa de devolución inmediata (no fuera a ocurrir que alguien se las tomara demasiado en serio). Los enunciados de la histórica derecha siempre les resultan más familiares, ya que forman parte de su diccionario cotidiano, pero poco apoco se fueron tomando el trabajo de suavizarlos aderezándolos con conceptos comodines tales como diálogo, consenso y armonía.
Ser antipolítico hoy, es lo más funcional a esos grandes grupos de poder que entre cuatro paredes terminan decidiendo nuestro destino como país. Por eso, haber perdido la confianza en la política significa ni más ni menos que dejar la cancha libre, el arco sin arquero ante un inminente penal.
¡Piedra libre a los políticos de la antipolítica! Los descubrimos abroquelados detrás de palabras robadas, negando diferencias, reinando en el limbo de las abstracciones ideológicas. ¡Piedra libre! Los vimos con su imparcial tecnocracia, esa que garantiza beneficios bien concretos, y si son en dólares, más concretos todavía, y cuánto más si son euros y se reparten entre amigos. ¡Piedra libre! Escuchamos su voz. Gritan transparencia, transparencia, honestidad, hablan con moderación, sin espesura, ni exclamaciones. En tiempos de elecciones toleran algunos exabruptos. ¡Piedra libre a los gestores del moralismo a domicilio! ¡Piedra libre para todos mis compañeros! Los hemos descubierto amontonados bajo el paraguas de los grandes medios de Comunicación Social y el sentido común.
Negar la política es negar la vida, destruir toda posibilidad de decir nosotros. La antipolítica borra los horizontes plurales para dejarnos aislados y expuestos a los depredadores de un mundo ya de por sí devastado.
Uno de los críticos más severos de la democracia en Occidente, el filósofo griego Cornelius Castoriadis en su obra Figuras de lo pensable, acierta con precisión de cirujano a la hora de buscar una metáfora que describa lo que nos pasa como sociedad en los tiempos que corren: “el hombre es más bien como un niño que se encuentra en una casa cuyas paredes son de chocolate, y que se dispuso a comerlas, sin comprender que pronto el resto de la casa se le va a caer encima”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario