(159) 22 de Mayo de 2010
Buscar el camino de nuestra historia nacional en este bicentenario, significa aprender a leer las huellas de nuestras contradicciones. El llamado principio de no contradicción, será un mojón obligado para quien intente iniciarse en las cuestiones filosóficas básicas. Según él, una proposición y su negación no pueden ser ambas verdaderas al mismo tiempo y en el mismo sentido. La filosofía tradicional, en sus enunciados fundantes se mueve en un mar de obviedades y evidencias. La realidad sin embargo se encarga de mostrarnos la cara de la paradoja.
Somos un país que históricamente ha festejado los aniversarios del genocidio de nuestros antepasados. Algo increíble. Ningún francés, a quien muchos de nuestros patriotas gustaban parecérsele, celebró la llegada de Julio César a las Galias. Pero nosotros sí. Somos tan plurales. Tenemos, por ejemplo, un magnífico monumento a Roca, general racista y genocida como pocos. Alguien podrá pensar, y con razón, que esto no significa ninguna contradicción, que sencillamente estamos ante la vieja lógica de la historia escrita por los ganadores, y que en definitiva la matriz de nuestra historia nacional es eurocéntrica, mira a su amo con admiración. Esto es así. Sin embargo, nuestras páginas nacionales están plagadas de auténticas contradicciones. Chivilcoy, sin ir más lejos, tiene su espacio dedicado a los pueblos originarios. Muchas veces quienes discursean acerca de los derechos de los aborígenes, son los mismos que el 12 de octubre llevan su ofrenda floral al monumento de Colón. ¿Veletismo ideológico?, ¿Esquizofrenia? ¿Distracción? Las contradicciones en nuestra historia parecen haberse escapado de un cuento de Kafka.
Existe una particularmente potente como idea, que me parece reveladora de algo que nos pasa: nuestro fervor por el Martín Fierro junto a la glorificación de los que fueron sus perseguidores. Proclamamos nuestro amor por la historia de un gaucho que pasa gran parte de su vida como un ilegal, exiliado, conviviendo con los indios, y casi al unísono exaltamos la llamada civilización que exterminó a cuanto indio se le cruzó por el camino y despreció al gaucho como ícono oscuro de la barbarie. Roca, además de la “hazaña” de matar indios, inaugurará el dominio del latifundio con el reparto de 41 millones de hectáreas a 1843 terratenientes. Al presidente de la Sociedad Rural se le entregarán nada menos que 2.500.000 hectáreas. Lindo nene para un monumento.
Hernández Arregui nos alentó a que repensemos y redefinamos nuestra cultura desde sus orígenes, denunciando la mistificación de cierto intelectualismo autoproclamado progresista que se santiguó ante los crímenes de la llamada civilización: “En la escuela le enseñaron a preferir el inmigrante al nativo, en el colegio nacional que el capital extranjero es civilizador, en la Universidad que la Constitución ha hecho la grandeza de la Nación o que la inestabilidad política del país es la recidiva de la montonera o de la molicie del criollo. Este estado de espíritu, fomentado sutilmente por la clase alta aliada al imperialismo, distorsiona la conciencia de estos grupos, cuyo escepticismo frente al país favorece el pasivo sometimiento espiritual”.
Para Arregui, el Martín Fierro expresa la conciencia de una clase social sojuzgada y desplazada por la misma cultura de cuyos valores parte Borges para enjuiciarlo. Borges no sólo odia a Martín Fierro –después de todo un fantasma literario- sino todo aquello que tenga sabor a gaucho.
Valen las posiciones. Siempre será bueno elegir, aun a riesgo de equivocarnos. Valen también las contradicciones. Hablan de nuestros límites, nos desnudan, rompen rigideces, quiebran dogmatismos estériles, nos humanizan. Las contradicciones sirven cuando nos cambian, y operan sobre nosotros auténticas transformaciones, poniéndonos en la encrucijada de elegir. Sartre decía que una vida libre es una experiencia metafísica peculiar. Al menos es una peculiar solución al complicado problema y desafío de existir humanamente.
Pero cuando la contradicción se vuelve crónica y se naturaliza, deja de interpelarnos. Entonces comenzamos a tranzar con ella, a vivir cómodamente divididos, situados en una cultura del vale todo. Un discurso aquí, otra placa allá, y un camino largo que baja y se pierde…Imposible la pretensión de construir identidades colectivas, instalados en la cultura de la esquizofrenia.
¿Es posible que convivan en un paraíso de armonías Roca con el gaucho Fierro? ¿Porqué extraña razón no terminamos de ver que cada uno de ellos simboliza y representa modelos diametralmente opuestos, antagonismos insalvables? ¿Qué lógica nos habilita a pensar que la brutalidad y la sangre si es con traje civilizado funda la patria? ¿Por qué nos cuesta tanto repudiar el genocidio patriótico y occidental? ¿Qué situaciones de nuestro presente reeditan, renuevan, estas viejas historias? ¿Qué significa exactamente ese slogan del bicentenario que propone hacer una patria de hermanos y para todos? ¿Hermanos entre quienes y para qué? “Mentira que la patria pertenece a todos los que nacimos en ella, decía el mexicano Librado Rivera. Pertenece a una pequeñísima minoría de acaparadores de la tierra y de las riquezas del suelo. Pertenece a los terratenientes, grandes negociantes y banqueros”.
La historia será siempre territorio de disputas, confrontaciones, enfrentamientos continuos. Es sencillamente así. Nos guste o no. La trampa es negarlo. Lo dañino y perturbador es esa tilingada irreflexiva que frecuentemente recorre las aulas de nuestras escuelas, habita discursos, o llena páginas enteras hablándonos de un país inexistente, con una asepsia y pretendida neutralidad que es vomitiva. En la vida hay que elegir, hay que posicionarse, definirse. Martín Fierro nunca le cebará un mate a Roca.
La patria es dicha, dolor y cielo de todos y no feudo ni capellanía de nadie,
decía José Martí. Un país para todos no se hace negando las contradicciones, tirando la basura debajo de la alfombra, o fabricando frases bonitas a diestra y siniestra. Es necesario confrontar, discutir, que en definitiva ese es el verdadero sentido de la política.
Hay un país sonámbulo. Tiene los ojos abiertos pero está dormido. Por miedo a la pesadilla ha renunciado a soñar y camina guiado por una historia extraviada que nunca termina de despertarlo.
Ya lo sabemos, hasta que los leones tengan sus propios historiadores, las historias de cacería seguirán glorificando al cazador. Y siempre habrá una maestra distraída, boleada, o cínica, arreglándoselas para elogiar al gaucho mientras reparte flores a sus asesinos.
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