(155) Sábado 24 de abril de 2010
Todas las culturas tuvieron sus sueños e imaginaron sus propias utopías. Desde Sócrates y Platón a los renacentistas Moro y Campanella, hasta los "socialistas utópicos".
Mediante retratos de un mundo ideal, desarrollaron un pensamiento social crítico respecto al orden social existente, un conjunto de ideas sobre la sociedad perfecta tomando distancia del presente para iluminarlo. A veces con dios, otras sin él, toda utopía, a pesar de sus posibles sentidos diversos, implica siempre una visión mediante la cual se aspira a una totalidad superadora de las contradicciones humanas. No en vano utopía significa ningún lugar. Utopía como sublimación de un tiempo final, como protesta que grita que es posible dar un sentido a la existencia humana y dotarla de una justificación que trascienda la propia vida personal
Por eso lo utópico es teleológico, es decir señala un a dónde ir, pretendiendo llenar de sentido la vida.
La simple idea de existir sin proyectar, sin imaginar un futuro mejor, a muchos nos resulta asfixiante. Sin utopía “la vida sería un ensayo para la muerte”, canta Serrat. Y expresa la razón de su amor por ella: “te quiero por que les alborotas el gallinero”. Sí, la utopía desacomoda, revuelve la vida, desarma el presente criticándolo y proponiendo que otro mundo mejor es posible.
Sin embargo, para muchos lo esencial en la vida es ser pragmático, y ajustarse a las exigencias de las circunstancias. Entonces aceptan una cultura que concibe la vida como breves flashes inconexos, sucesión de fragmentos sin direccionalidad preestablecida. Así piensa el mundo el neoliberalismo: murieron las ideologías, solo vale y cuenta este presente, este bloque monolítico intocable, en el cual hay que aprender a desenvolverse con eficacia y habilidad. “La única verdad es la realidad”, podrán decir, disolviendo cualquier intento de vuelo imaginativo que ose interpelar la idea única.
Con utopías o sin ellas, esa es la cuestión. Sin embargo, el riesgo de cualquier utopía, en razón de su mirada totalizadora, es devenir dogmática, y petrificar y sacrificar todo en nombre de ese paraíso, aquella sociedad sin clase, o el otro sueño dorado. “No hay nada más peligroso que una idea cuando se tiene una sola”, decía Alain. La relación entre utopía y totalitarismo es una cuestión importante que necesitamos repensar.
Tal vez lo peculiar y específico del siglo del siglo XX haya sido su locura destructiva: las dos grandes guerras, los campos de exterminio nazis, las terribles hambrunas africanas en el siglo de la abundancia, el genocidio silencioso y permanente del Tercer Mundo… Sería poco menos que absurdo hacer responsable de esto a las cosmovisiones utópicas. Sin embargo es prudente advertir cómo detrás del pensamiento utópico puede aparecer el sueño reaccionario del cierre completo de lo histórico y la creencia en el advenimiento de una sociedad ideal. La utopía puede conectar con el totalitarismo en su tutela de lo homogéneo, lo puro, la estabilidad final; en la creencia de un orden definitivo, en su intento de fijar el futuro. Para eso nada mejor que un líder salvador, especie de mesías que anuncia la llegada del Gran Reino.
¿Cuál es la grandeza de la utopía? Su mirada totalizadora. ¿Cuál es su riesgo y su miseria? Justamente su mirada totalizadora. Por algo decía Adorno “el problema es la totalidad”.
Feinmann en su libro Escritos imprudentes, escribe un último capítulo a modo de conclusión titulado “El horizonte y el abismo”. Allí distingue entre lo que él llama la manoseada utopía para proponer en su reemplazo la idea de horizonte. “La utopía-dice-es una certeza cálida, mansa, desmovilizadora: existía estaba allí, pasara lo que pasase estaría aguardando, solo teníamos que dar los pasos necesarios para acercarnos a ella. El horizonte no es la utopía. El horizonte significa que la praxis de los hombres ha abierto un agujero en el muro del poder, que siempre busca bloquear la historia, congelarla en la modalidad de la dominación. El horizonte no es garantista, la utopía sí”.
Sucede entonces que si el horizonte no otorga seguridades, lo mejor no vendrá si no lo decidimos desde nuestra libertad. Pensar en términos de horizonte significa aceptar la provisoriedad de que no existe ninguna garantía de que el final terminará perfectamente. El futuro no tiene una necesidad interna de concluir bien, lo hará si lo hacemos. No hay seguridades metafísicas ni un curso prefijado de las cosas. El contenido del horizonte no está asegurado. Su final es un final abierto, y por eso Feinmann habla de la posibilidad del abismo.
A esto se refiere Toni Negri cuando dice "Todo encantamiento ha terminado: con ello el reino de la posibilidad reside por entero en nuestras comunes y potentes manos". Pero no ha terminado como querían los neoliberales anunciando el fin de la historia, la derrota de las ideologías y la muerte de los sueños, para mantener este orden de mundo injusto.
El horizonte es transformador, nos orienta hacia lo posible, abre la dimensión de lo nuevo invitándonos a producir más que a reproducir, a caminar lo incierto, más que lo previsible, a singularizar más que a generalizar, a enfrentar la contingencia y no movernos en un mundo de verdades absolutas y a priori, a inventar en vez de tomar lo dado, a historizar en lugar de naturalizar.
De este modo no existe un futuro único, sino futuros posibles, algunos probables, otros deseables, algunos terribles. No se trata entonces de recrear una nueva utopía, ni mucho menos de intentar sostener antiguas ilusiones, sino de atreverse a andar avizorando horizontes y abriendo grietas en el muro del poder.
“Debemos arrojar a los océanos del tiempo una botella de náufragos siderales, decía Gabriel García Marquez, para que el universo sepa de nosotros lo que no han de contar las cucarachas que nos sobrevivirán: que aquí existió un mundo donde prevaleció el sufrimiento y la injusticia, pero donde conocimos el amor y donde fuimos capaces de imaginar la felicidad”.
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