(157) sábado 8 de mayo de 2010
La búsqueda de la verdad ha sido una de las obsesiones de los hombres de todos los tiempos. Conocer la verdad, acceder a ella, poseerla. Ser su dueño. Los grandes medios de comunicación se jactaron de decir la verdad, de ser sus servidores y garantes. Vamos a intentar entrarle por este costado a la polémica acerca de la actual ley de medios en nuestro país.
Pregunta básica: ¿Qué es la verdad? Hagamos un viaje a vuelo de pájaro por la historia de las ideas. Miremos a Sócrates para quien la auténtica verdad pasa por el axioma “Conócete a ti mismo”. Platón, sin negar a su maestro, prefiere insistir con que la verdad existía eternamente y que el hombre en la tierra solo la reconoce porque él las recuerda de una existencia previa en la que vivió con ellas. Aristóteles dirá:”Amo a Platón pero más a la verdad”, y concebirá a ésta como algo más terreno. Verdad es la correspondencia entre pensamiento y realidad, la adecuación entre el entendimiento y la cosa. Los medievales, por su parte, pondrán a Dios como fuente de toda verdad. Buscar la verdad que encierra la Santa Biblia, el Santo Grial, el o el Santo Sepulcro. Todo santo, aunque los medios para alcanzar esas verdades no lo fueran tanto.
¿Qué es la verdad? Le había preguntado Pilato a Jesús pocas horas antes de su muerte, y este mantuvo un inquietante silencio.
La modernidad, con su revolución democrática, significará un cambio de modelo o paradigma acerca de lo que es la verdad. A partir de entonces, y por caminos diversos y progresivos, se llegará al convencimiento de que no hay una sola verdad ni una única mirada de las cosas. Hay verdades, e interpretaciones subjetivas de la realidad que percibimos. Por eso es necesario concertar, ponerse de acuerdo, y en todo caso disputar en el terreno de lo político. Esta lógica mata al rey, hace rodar su cabeza, para dar paso a la república como sistema que aspira a la búsqueda de aquellas verdades que sirvan para todos.
Veamos, sin embargo, cómo ésta idea de verdad que propone la modernidad se complejiza en un mundo hipermediatizado por los grandes medios de comunicación y nos enfrenta a desafíos fundamentales. Para Foucault, tal vez el más grande estudioso de la verdad en su relación con el poder, la verdad es justamente aquello que dice el poder. O sea, quien lleva el arma dice la verdad. Si el tipo mide 1 metro 90, y te supera con 60 kilos de puro músculo y tiene tu cuello entre sus manos, dice la verdad. La impone. También quien sale en la televisión, más aún si ganó algún Martín Fierro.
Cualquiera de las construcciones colectivas de sentido estará puesta en jaque por el hecho del manejo del poder, de quién lo detenta y en qué proporción lo maneja.
Aquí está el nudo de la cuestión. Nuestra lectura de cualquier aspecto de la realidad en condición de simples ciudadanos ocupará un espacio de poder mínimo en esa construcción colectiva de interpretaciones. No tendrá ninguna relación nuestra mirada, por ejemplo, con la que brinde Tinelli o con la creación de consenso que pueda generar el Grupo Clarín o La Nación.
Es torpe o miope, entonces, pensar que el actual problema del manejo de la comunicación en Argentina es solo un enfrentamiento caprichoso entre Clarín y los Kirchner. Lo que se está discutiendo en realidad es qué modelo de democracia estamos eligiendo. Si repartimos el poder de los grandes medios, para garantizar cierto acceso a otras voces o seguimos en el camino de las grandes concentraciones monopólicas. Se está poniendo en juego el permiso para difundir las diversas interpretaciones de la realidad o el retorno disfrazado de democracia de aquella vieja idea de los dueños de la verdad que sustentaba la edad media.
Pensemos, ¿Es posible construir otra mirada que no sea la hegemónica, esa que hace décadas imponen los grandes grupos económicos mediáticos?
¿Podemos imaginar la realidad desde nuevos ángulos, y ser capaces de generar visiones alternativas? ¿No es curioso que sean las grandes corporaciones mediáticas quienes hablen de que el periodismo está amordazado?
¿Qué puede discutírsele, con honestidad y sinceridad al hecho de que dos tercios del espectro de radio y televisión puedan quedar en manos del sector público, de organizaciones sociales, de universidades, de cooperativas, de sindicatos? Díganme, ¿Cómo hay que hacer para no estar en contra de que un diario, una radio, un canal abierto, de cable, y lo que se les ocurra, tengan un único dueño? Quien no se oponga a eso, o es el propietario del medio, o participa de la rosca o es un tarado sin solución. ¿Cómo no celebrar de algún modo que el fútbol haya dejado de ser el privilegio de un gueto que ve por que paga, manejado por una corporación de delincuentes? ¿Podemos caer en la torpeza de pensar que apoyar la nueva ley de medios es hacerle el juego al oficialismo y desperdiciar que queden favorecidas nuevas condiciones objetivas de ocupación de espacios?
Existe en América Latina una oposición de derecha cuya dirección ideológica, e incluso política, proviene de los medios de comunicación concentrados de origen privado. Muchos gobiernos cuestionan su oscura legitimidad de origen, la posición dominante que tienen en el mercado y la intencionalidad política mal camuflada por el mentiroso barniz de la “independencia”. Decir que aquí hay una lucha contra la “libertad de prensa” se parece más bien a una joda. No es serio. César Jaroslavsky en los ’80 haciendo referencia a Clarín, decía: “Hay que cuidarse de ese diario. Ataca como partido político y si uno le contesta, se defiende con la libertad de prensa”.
En pocas palabras, la verdad que nosotros intentamos enunciar es casi elemental, cabe en el ala de un colibrí, como diría José Martí: consiste en la necesidad de afirmar la supervivencia de la política como espacio de la sociedad –y no de las corporaciones– para decidir el destino de todos.
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