(158) 15 de Mayo de 2010
Ya pisamos el mes del Bicentenario. Se vienen los festejos. El clima está alborotado: propagandas que invitan a la celebración, arengas para todos los gustos, ciclos, conferencias, presentaciones de libros, suplementos especiales, maestras entre alteradas y eufóricas en las escuelas armando ese numerito capaz de superar la ya agotada escena de los vendedores ambulantes.
La cifra es redonda y grande: doscientos años. Toda una tentación. También una buena ocasión para la memoria, que siempre es selectiva, que elige un hecho para callar otros y tomar partido. ¿Qué historia viene a nuestro encuentro en este bicentenario? ¿Quién nos la contó? ¿Con qué intereses? Enrique Jardiel Poncela definió a la Historia como "la mentira encuadernada". ¿Qué podemos hacer para desencuadernar cierta historia oficial y comenzar a construir otras miradas? Algunos relatos de nuestra historia me hacen acordar al paisano aquel del cuento que era tan pero tan mentiroso, que cuando decía una verdad pedía perdón.
Perdónennos, entonces, que achiquemos el trecho de este bicentenario y pongamos el señalador del libro de la historia en la Página que dice 1910: Año del Centenario.
El país se prepara para la histórica celebración: grandes desfiles, autoridades invitadas de todo el mundo, la patria tirada por la ventana. Hay que demostrar los progresos de la reina del Plata. Las hazañas de sus negocios con Inglaterra, y su cultura afrancesada. Argentina quiere ser París. Y se le parece bastante. Al menos a eso aspira la elite porteña. Después de todo, la ciudad es tan bonita que hasta tiene sus equivalentes a los palacios franceses. Sus mismas oligarquías se asemejan: ambas pueden exhibir con orgullo sus finos modales como su arrogancia, sus formas “cultas”, como su espíritu represor. Las dos también pensarán que Europa es el centro del mundo, el punto de partida y de llegada de cualquier camino. Francia por sed de conquista y ansias de dominación, Argentina por extravío histórico. La elite porteña celebra la hazaña de haber logrado al fin un país para los triunfadores. Los victoriosos festejaban sus cien años de luchas, de masacres, con guerras siniestras y genocidios escrupulosamente silenciados. Desde 1880 habían consolidado un país a su antojo y manera, reflejo de su clase, ornamento formidable de su intacta estirpe. Eso simbolizaba el majestuoso Teatro Colón como centro y símbolo de la cultura del Poder, orgullo nacional, diseñado originalmente para ellos, los elegidos.
Era la civilización quien recibía a la nieta del rey español, la infanta Isabel. Eran los hombres de bien quienes abrazaban a Vicente Blasco Ibáñez y Georges Clemenceau. Hasta el cielo parecía bendecir aquellos días enviando al cometa Halley. Prolijamente se multiplicaron placas y monumentos erigidos en honor a los primeros patriotas. Desde el bronce aquellos hombres miraban un país que con orgullo se autoproclamaba granero del mundo.
Pero un país no es un granero, ni Argentina es Francia. El progreso indefinido de la historia que pregonaba la dirigencia con sus intelectuales de turno, tendría su límite, como lo tuvo el Titanic. Nuestra dirigencia no supo ver el iceberg contra el cual se estrellaba. Los necios no alcanzan a ver ni siquiera lo obvio. Nadie imaginó un país para todos, con industrias, con trabajadores viviendo dignamente. Estas ideas les eran por completo ajenas a su perspectiva. Pensaban siempre vivir de la abundancia fácil, del goce heredado como un derecho de clase, exclusivo y excluyente.
Todo estaba perfectamente calculado, medido, estudiado. La gran fiesta, el despilfarro, la farra, podía comenzar. Entonces el presidente Figueroa Alcorta con voz solemne se dirige a su pueblo. Pero, ¿qué sucede? Se escuchan estruendos. Un anarquista se ata con cadenas a las rejas de la Sociedad Rural. Tardan en desatarlo. Una vergüenza. Otra vez la barbarie. Esto es impresentable. ¿Qué va a decir la prensa extranjera? Para muchos quedará descubierto un dramático decorado, una torpe fachada. Entonces cae la falsa escenografía montada y aparecen los actores de esa otra Argentina profunda. El mundo se entera que la Federación Obrera Regional Argentina había lanzado una huelga general para la semana de mayo realizando una manifestación que reuniría a 70.000 personas. Solo pedían condiciones de trabajo digno y libertad para los presos sociales, entre ellos, Simón Radowitzky, aquel joven anarquista ruso que había asesinado al coronel Ramón Lorenzo Falcón responsable de la matanza de once trabajadores y 105 heridos en la dramática "Semana Roja" de mayo de 1909. Lo cierto es que aquel 13 de mayo de 1910 en el corazón del Centenario se implanta el estado de sitio. Queda en vigencia la pena de muerte para los activistas sindicales, se limita seriamente la acción gremial, se prohíbe explícitamente la propaganda anarquista y el ingreso de extranjeros que hubieran sufrido condenas por motivos políticos.
Así transcurrió aquel "maravilloso" centenario, con la prensa obrera incendiada, censurada, acallada, dos mil trabajadores detenidos, cien deportados y otros cien enterrados en el infierno del penal de Ushuaia.
¿Hace falta decir que somos muchos los que deseamos un bicentenario que sea la contracara de éste?, ¿Qué se piensa festejar? ¿El bicentenario de qué? Todas las fuerzas retrógradas que hicieron del primer centenario un festín triunfal de las clases dirigentes, hoy siguen tratando de acallar voces, reclamos, urgentes reivindicaciones. ¿Es necesario repetir que solo seremos un país cuando haya trabajo, producción, consumo, mercado interno, salud y educación como derecho inalienable y para todos?
Creemos que vale la pena este regreso por la historia para regar de preguntas que dinamicen nuestro presente. Tenemos que elegir qué queremos celebrar. Decía Chesterton que “uno de los extremos más necesarios y más olvidados en relación con esa novela llamada Historia, es el hecho de que no está acabada”.
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