(172) 20 de agosto de 2010
En pocos días nuestra ciudad será escenario de un montaje espectacular. Decenas de cámaras nos vigilarán prometiéndonos ese nuevo cielo o paraíso llamado seguridad. Vigilancia y control permanente ejercida por fuerzas en manos del Estado, y negociadas por un mercado que se frota las manos ante nuestro miedo.
Uno de los más lúcidos ensayos sobre el poder del siglo XX pertenece al francés Foucault, justamente se llama “Vigilar y castigar”. Foucault sitúa a la Europa de finales del siglo XVIII y principios del XIX como el momento fundacional de una nueva sociedad, la disciplinaria. Este poder inaugura un castigo silencioso que opera con la finalidad de producir cuerpos domesticados y conciencias sujetadas.
El autor habla allí del poder pastoral del Estado que tiene hoy un poder parecido al del Medioevo con su concepción quietista, inmovilizadora, que frena, moldea, adormece, y nos convence para mantenernos tranquilos y controlados.
La teoría de Foucault es brillante: sostiene que la razón existe al costo de segregar la locura, de la misma manera que el orden social existe al precio de encerrar a quien delinque. La razón y el orden social quedan en el centro del saber y el poder pasándole boleta a la locura y la delincuencia. Es decir, podemos estar tranquilos, los locos están encerrados y los delincuentes presos. Manicomio y cárcel como garantía de que todo está bien. Loquero y prisión para que el poder tenga cancha libre. La gobernabilidad, que se configura a través de lo político económico, necesita de la seguridad como premisa.
Lo extraordinario de esta imputación es sostener que la razón no existiría si no hubiera manicomios, y el orden legal si no hubiera prisiones. Foucault da vuelta la tortilla: la locura no es lo contrario, lo otro, de la razón, sino una de sus caras. Los locos al manicomio, y los delincuentes a la cárcel para que la sociedad funcione. Hagamos más manicomios y por supuesto muchas cárceles, como quiere Duhalde, para garantizar el orden. Pero, ¿qué orden? El orden que determina el poder. ¿Y para qué? Para ocultar que los delincuentes más peligrosos, los de guante blanco, no solo estarán libres sino que además serán quienes sigan imponiendo las reglas del juego.
Foucault luego da un paso más y desnuda cómo el sistema antes de castigar prefiere vigilar, no porque sea más humanitario, sino porque es más barato. El panóptico, esa gran torre desde donde todo se controla ya es historia. Las cámaras de video lo tornaron obsoleto y casi ingenuo. Sesenta cámaras en cuestión de horas estarán rastreando nuestros pasos.
Algunas preguntas: ¿No significa una derrota de parte del estado tener que vigilar de este modo a sus ciudadanos? ¿No deja al desnudo algo que no hizo o hizo muy mal? ¿A quién van a vigilar? Afinemos la pregunta, ¿A quién pretenden vigilar? ¿Podemos ignorar que nuestras cárceles están repletas de los pobres que este sistema fabrica y después expulsa?, ¿No hay una alta dosis de hipocresía cuando se sospecha que el delito solo está en la calle? La devastación brutal que significó la última dictadura, el neoliberalismo peronista y radical, ¿no son la consecuencia de lo que cocinaron en pactos espurios a espaldas del mismo pueblo que hoy soporta ser vigilado en las calles nada menos que por muchos de ellos?, ¿Hace falta advertir cómo estas cámaras han sido usadas en el mundo para control y represión política de cuanta manifestación popular pretendió interpelar al sistema? ¿Quién nos va a cuidar de los que dicen cuidarnos? ¿Qué lugar ocupará la policía, institución seriamente comprometida con el delito que más que garantía de seguridad, es causa directa de su agravamiento?
En pocos días seremos mirados, observados, casi como insectos. La mirada como tarea universalizada y momento de reproducción del poder y del saber. Un momento por excelencia de un presente que disfrazado de progreso se ha tornado sutilmente prepotente y autoritario.
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