(143) Sábado 31 de octubre de 2009
Existen diversos esquemas de interpretación de la historia. Entre tantos, hay uno en particular que se presenta como un desafío o juego que nos entrega una llave o clave secreta para entender en profundidad una época o un tiempo: se trata de observar aquello que no está dicho o ni siquiera es pensado o imaginado. Examinar esas preguntas que nadie se hace porque no caben o no entran dentro de la visión de mundo que se sustenta. Eso que aparece como incuestionable, inamovible, define el modo de ser de una época. Por ejemplo, quien pretenda comprender la Edad Media deberá saber que allí no es posible pensar el mundo sin Dios. La divinidad es el centro de la vida de aquellos 1000 años de historia. Imaginar una realidad lejos de su mirada escapa del horizonte de posibilidad para el hombre medieval.
Qué es lo incuestionable hoy, podría ser la pregunta que nos ayude a entender en profundidad quienes somos, que nos pasa, y por qué nos pasa. Desde ese anagrama es posible descifrar nuestro tiempo. Cuestionar lo incuestionable, o al menos explicitarlo.
Hegel, definía a Descartes como un “héroe del pensamiento”, sencillamente por el hecho de que se había atrevido a dudar de aquello que se había decretado como inamovible. Por eso enseñaba:”Para investigar la verdad es preciso dudar, en cuanto sea posible, de todas las cosas”.
Hoy la duda puede ser el comienzo de un camino. No la duda escéptica o descreída para quien vale lo mismo cualquier cosa. Hablo de esa duda que corroe el orden mandado, que se convierte en interpelación, que es capaz de meter signos de interrogación a esa mole de ideas y creencias petrificantes. Para Borges “La duda es uno de los nombres de la inteligencia”. Y Oscar Wilde decía “Hablan mucho de la belleza de la certidumbre como si ignorasen la belleza sutil de la duda. Creer es muy monótono; la duda es apasionante”.
¿Por dónde entrarle a toda esa maraña de datos e informaciones de un mundo cada vez más escurridizo? ¿Por dónde encontrar la punta del ovillo que nos permita desenredar esta realidad para poder verla en toda su extensión? Miremos aquello que aparece como indiscutible o irrefutable, ahí puede estar la clave.
Hace unos años circulaba un chiste que era fiel reflejo del clima que se respiraba en el país: “¿qué te gustaría ser cuando seas grande? Extranjero”, era la respuesta lacónica. Tan irónico como genial, el inglés Chesterton iba más lejos aún, cuando decía que todo hombre tiene derecho a no ser contemporáneo. Si ser extranjero deja abierta al menos la posibilidad del exilio, renunciar a ser contemporáneo significa quedarse sin mundo, sin presente, criticarlo todo más allá de parciales tiempos y geografías.
Es posible construir una mirada desde afuera, que no se deje arrastrar por la visión global que imponen los medios, ni se adapte a lo establecido, a lo determinado o a lo que se cree natural.
Por solo poner algunos ejemplos: ¿No nos hemos acostumbrado a vivir en una sociedad en donde la educación funciona como negocio, los medicamentos como mercancía, la pobreza como parte del paisaje? ¿No hemos naturalizado aquella idea de la política como herramienta al servicio de los poderosos, la democracia como esa inevitable espera de tener que depositar de tanto en tanto el voto en una urna? ¿No damos por supuesto que el capitalismo es la única alternativa para organizarnos como sociedad?
Renunciar a ser contemporáneos. Tal vez esta mirada extemporánea y hasta foránea de los tiempos que corren, no tenga que ver con mapas ni almanaques. Se funda en principios inalterables de la vida de los hombres y mujeres que caminamos por este mundo al revés. Elegir ese camino tiene su precio. Dudar nos convierte en enemigos del orden. Y a pocos les cae esto de caminar a contramano de una era que marcha sonámbula hacia un destino que ni siquiera se atreve a elegir.
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