viernes, 8 de octubre de 2010

Cris y la enfermedad del tiempo.

(179) viernes 8 de octubre de 2010
Dijo Bill Gates: “¿Qué tal si a Colón le hubiesen dicho, Cris, cariño, no vayas ahora, espera a que resolvamos primero los problemas más importantes: la guerra, la pobreza y el crimen, la contaminación y la enfermedad, el odio racial…?”
A días de un nuevo aniversario de la conquista, saqueo y despojo de América nos queremos meter por un atajo reflexivo y pensar algunos rasgos de nuestra cultura que nos han quedado como fruto de aquella colonización que aún continúa.
La europeización fue la condena que obligó a América a no ser América. A renunciar a su raíz y su destino. El capitalismo que nace en 1492 nos enclava en la vida occidental bajo la modalidad del saqueo. Nosotros, como periferia, somos la condición de posibilidad del centro. Y el centro es vértigo, velocidad, apuro porque el tiempo es oro. El centro se mueve en torno al oro; alrededor de él realiza continuos movimientos. Viaja a la periferia y saquea, para llevar al centro lo robado. Allí permanece un tiempo haciendo la revolución industrial y luego en un segundo momento vuelve a la periferia con sus capitales para establecer una nueva dominación. Por eso el centro no tiene tiempo que perder. Hay mucho por conquistar, por acumular. Semejante movimiento político impuso una cultura de inquietud, de estado de apuro, de velocidad.
No es nada casual ese vértigo alucinatorio que caracteriza a las grandes ciudades capitalistas de occidente. Cultura de la rapidez, del inmediatismo. El tiempo valorado no como don de la vida sino como mercancía. Nadie tiene tiempo. Tenemos hasta miedo de perder el tiempo. Vivimos apurados. La realidad concebida como flash implica la fragmentación del tiempo en una serie de presentes perpetuos que exige a la mente realizar saltos incesantes de una cosa a la otra. Esto produce sensación de desarraigo, aislamiento e incomunicación. En esta cosmovisión el pasado se desdibuja, más aún, se reniega de él o se lo pone en cuestión. Del futuro no se espera demasiado. Más bien produce ansiedad por ser desconocido y distinto a lo que se esperaba de él. Solo cuenta un presente no elegido con toda su carga inmediatista.
El vértigo con sus leyes implacables ha llegado a ser así una forma de vida. Su ausencia es sinónimo de inutilidad, improductividad. Luchamos por nuestro pedacito de vértigo para ser reconocidos como alguien que alcanza todo lo que se propone. Dice Dostoyevski que cuando una persona se aventura por el camino del vértigo, “es igual que si se deslizara en trineo desde lo alto de una montaña cubierta de nieve: va cada vez más de prisa”.
Lo paradójico del asunto es que se puede entender la prisa de quien pretende acumular y dominar, pero resulta ilógico el apuro de quien por destino tiene el rol de saqueado y dominado. Aquí justamente está la trampa. La velocidad no nos deja pensar, nos impele a movernos. Así conviven en este mundo vertiginoso un foso en Guantánamo con un lujoso hotel-cápsula de Japón, los ranchos aislados de los pueblos originarios que van desapareciendo, con las cadenas de hoteles o los espacios territoriales que arrebata Benetton, los lujosos clubes de vacaciones mezclados con los campos de refugiados. El vértigo se desentiende de los valores porque el único valor termina siendo él. Un mundo así ofrecido a la individualidad solitaria, a lo fugaz y efímero, al espectáculo de neón. Extravío individual y social. Ya no se trata de refugiarse buscando paz, sino de perderse en la agitación. Lo que no todos advierten es que la rapidez tan aplaudida no es más que una manera de evadirnos. Séneca decía que ”A los que corren en un laberinto, su misma velocidad los confunde”.
Si el centro se come históricamente a la periferia y se apura para eso creando esta cultura, reproduciendo la misma lógica, el rápido se come al lento.
Para nuestros pueblos originarios la cosa era muy distinta. El tiempo era cíclico, nos rodeaba, renovándose, como el aire que respiramos. Pero en la cosmovisión que nos vino de los colonizadores el tiempo es una línea, un recurso finito, que se agota, se va, y entonces produce angustia y apuro. Larry Dossey, un médico estadounidense, acuñó el término “la enfermedad del tiempo” para denominar la creencia obsesiva de que el tiempo se aleja, no lo hay en suficiente cantidad, se agota, y entonces hay que pedalear cada vez más rápido para mantenerse a su ritmo.
Qué pena que nadie le dijo a Cris antes de soltar amarras camino a América: “No vayas ahora, no hay ningún apuro”. Qué lástima si no terminamos de despertar de tantas formas de mentiras impuestas y no empezamos a expulsar de nuestras vidas a los que todavía pretenden colonizarnos.

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