(151) 26 de diciembre de 2009
Feliz Nochebuena, Feliz Navidad, Feliz Año nuevo… Frases que pueden sonar huecas y obligadas pero que de tanto oírlas y decirlas terminan formando parte de un ritual obligado. Sucede que nos enseñaron que tenemos que ser felices. Nos dijeron que eso era lo único importante. Más aún, nos angustia tanto ser felices como no serlo. Miren qué trampa. Vivimos obsesionados por la felicidad. Encima como si esto fuera poco, vienen y nos dicen que como padres tenemos también el deber de hacer felices a nuestros hijos. Demasiado.
No se trata de ese gesto natural y espontaneo con el que Neruda describía a su amigo Federico García Loca de quien decía “Tenía la costumbre de ser feliz”. No, aquí se trata de un deber, un mandato. Hay que ser felices. Y entonces nos venden posibles caminos para la dicha perpetua: desde esas píldoras mágicas que levantan o bajan el ánimo, a las mil y una recetas para alcanzar aquel cuerpo y bronceado que se exige para no quedar afuera del verano. Así se estrena un nuevo cuerpo del mismo modo que se estrena ese LCD con la mejor calidad de imagen y diseño de vanguardia. Y a quien le importa si el tiempo vuela si puede venir a nuestro encuentro un reloj que perdura, sobre todo si es suizo. Cualquier cosa vale, con tal de que la felicidad quede grabada en letras de fuego. Desde la más frívola publicidad que promete unas vacaciones paradisíacas en las Canarias, hasta las promesas curativas de unas sales de baño. Y para que nuestro próximo paso no falle, están los zapatos de cuero legítimo al mejor estilo francés. Y no se prive de ser la reina de la noche. Existen opciones para todos los gustos: los vestidos largos y los enteritos son los aliados de la temporada en el look nocturno. Los brillos son bienvenidos, y el negro, todo un clásico, nunca falla. ¿Nunca falla? Claro que no, la felicidad queda ahí nomás, al alcance de una mano que compra, y por supuesto paga. Pero, ¿qué compra? ¿Un auto, un vestido, un reloj? No, compra la mismísima felicidad enlatada, envuelta y para llevar. La felicidad tiene un precio que nos deja hartos de todo y llenos de nada. Alto precio. Pero a no desesperar que para solucionar este mal nos esperan centenares de libros de autoayuda. Ellos aliviarán tanta neurosis acumulada en busca de la felicidad y se ocuparán de que no despertemos del todo así pueden ofrecernos sus recetas garantidas que aseguran extraordinarios negocios a sus autores y editoriales. Mientras tanto, millones de hombres, mujeres y niños, excluidos de esta fiesta para pocos, se debaten entre el hambre y la miseria.
El mito de la felicidad moderna ha llegado al absurdo de hacer encuestas internacionales que miden la cantidad de felicidad por países o regiones del mundo. Compro y vendo felicidad. ¿Cuánta tenés? ¿Qué cantidad me falta? ¿Dónde se compra? ¿Cuál es su precio? La referencia absoluta de la sociedad de consumo: el equivalente de la salvación que nos prometían las religiones. Y miren que cosa, tanto en la religión como en el consumismo no hay solución para los problemas, sino salvación. Desde fuera de nosotros, sin nuestro protagonismo, se resolverán mágicamente nuestras desdichas.
Toda esta realidad y el discurso que la legitima se ha montado sobre la base de una antropología ingenua: la de la propensión natural del ser humano a la felicidad. A partir de allí, los negocios que se hicieron, de ingenuo no tuvieron nada.
Tal vez sería bueno preguntarnos en este cierre de año, ¿cuál es esa felicidad cuya búsqueda atormenta a nuestra civilización con semejante intensidad?
Vienen a mi mente dos mitos griegos, el de Eurídice y el de Sísisfo. En el de Eurídice, la felicidad se escabulle y escapa por el simple hecho de volvemos a contemplarla, desapareciendo apenas la vemos. Rica metáfora que nos muestra que por un lado somos felices de a ratos, modestamente, y por otro que la felicidad más que un estado permanente que nos autoriza a decir “Soy feliz” es solo un estado transitorio por el que podemos afirmar “Estoy feliz”. “Alma mía, decía Píndaro, no aspires a la vida inmortal; agota el campo de lo posible”.
El otro mito es el de Sizifo, un relato profundo que abre una grieta en las entrañas mismas del mandato de la felicidad. Sísifo, es aquel ser condenado a empujar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña, desde donde la piedra volvería a caer por su propio peso para aplastarlo. Dice Camus, en su extraordinario ensayo acerca del mito, “Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso… la clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria…es que las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas. La dicha y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables… Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos…
Hacer callar a todos los ídolos. También a esos que prometen felicidades imperecederas, para descubrir que no hay sol sin sombra y siempre es necesario conocer la noche. Saber que somos dueños de nuestros días. Volver sobre nuestras vidas como Sísifo vuelve hacia su roca no para proclamar un fatalismo sino para ponernos siempre en marcha.
Dejemos a Camus y a Sísifo al pie de la montaña. Neguemos a esos dioses con sus falsas promesas de felicidad y atrevámonos a levantar las rocas de la vida del mismo modo que levantamos las copas al brindar. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar el corazón de los hombres, mientras la roca sigue rodando…
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