(147) Sábado 28 de Noviembre de 2009
Puede ser un político, un artista, un jugador de fútbol o de tenis. También un profesor, un compañero de estudio o de trabajo, o simplemente el vecino de al lado. En verdad, puede ser cualquiera. La cosa es que el tipo viene hablando. Uno lo escucha. De repente hace una pausa y dice “Nada”, continuando la conversación. “Nada”, vuelve a repetir, sin que venga al caso, como si nada y por nada. Sin sentido aparente o con un sentido oculto emerge la palabra “nada” como expresión mágica.
Sería excesivo sospechar que esta nada dicha así, tenga relación con aquella otra que fue el desvelo de muchos pensadores, o se vincule a esa pregunta con la cual muchos empezamos a jugar por vez primera en cuestiones filosóficas.
La nada a la que nos referimos, es casi un tic, un rictus, una mueca acompañada a veces de un encogimiento de hombros, como quien dice que más da. Entonces enseguida caemos en la cuenta que nadie está pensando en Sócrates y su “Solo sé que no sé nada”, o intentando un elogio existencial de la nada de Sartre como condición de existencia del ser humano y vivencia que nos humaniza a pesar de toda su carga de negatividad, angustia y desesperación. Tampoco alude al vacío como un estado de la mente, anticipo del Nirvana que propone el budismo o a aquella idea de creación de la nada del judaísmo y el cristianismo.
Aquellas nadas estaban, y valga la paradoja, habitadas, eran amenazantes. La nueva es una pobrecita nada, casi inofensiva, banal. Su pretensión es infinitamente modesta, tal vez ni siquiera tenga pretensión alguna. Podríamos decir que “nada” es más bien una expresión vacía de sentido.
Nada como expresión abrupta, que corta una frase, una idea, dejándola inconclusa, y deteniendo el pensamiento. Nada que ni siquiera alcanza para hablar de esas promesas que no valen nada. Nada por perder, nada por ganar y que nada te quite el sueño. De nada. Por nada. En nada. Como si nada. No somos nada. Nada que ocultar. Nada para mostrar. No sabés nada. Nada es casual. Soñar no cuesta nada. Nada es para siempre. No tengo nada que reprocharte, ni nada que decir. Y después de todo, peor es nada…
Nada de esto. La nueva nada parece decir más bien “aquí no pasa nada”. Nada de nada. Y sus defensores dicen nada como si nada.
¿Casualidades del lenguaje? ¿Mera costumbre desprovista de significados? Desde Freud sabemos que las palabras no son inocentes. Tienen un porqué. Queramos o no vienen cargadas de sentido. Freud dice que el psicoanálisis es un tratamiento que actúa desde el alma, que tiene efecto sobre lo físico y anímico y cuyo instrumento es la palabra, a la que atribuye cierta cualidad mágica. “…y las palabras que usamos no son sino magia atenuada”, dice. Magia, porque hace aparecer algo que está oculto o se pretende ocultar; y atenuada porque sugiere, insinúa, sin la contundencia y la espectacularidad de la implacable presencia.
Todo lo que somos, hasta el núcleo más hondo de nuestro ser, nos ha sido impuesto por el lenguaje, aseguran Heidegger, Wittgenstein, Lacan, por solo nombrar a algunos. En materia de lenguaje el uso es lo que manda. Se empieza a hablar de una manera, con acierto o con error, y sucede una suerte de destino lingüístico, entonces los cambios se imponen y entran a formar parte de lo habitual, y volver atrás es muy difícil.
Es la magia de la palabra que trae algo, que se revela preñada de una realidad, que dice acerca de algo. ¿Qué dice nuestra nada tan de moda? ¿que nos trae? Casi nada. Se trata de una palabra light, liviana, reflejo de una cultura de idénticas características.
La cultura light intenta esconder la verdadera realidad. En la construcción, predomina lo ornamental y lo escenográfico: columnas de plástico que nada sostienen, arcos que nada dividen, signos icónicos para dar indicaciones que han sustituido a la palabra escrita. Con idéntica lógica construye también su discurso: Nada por aquí, nada por allá.
Nada como no-lugar. Nada como generadora de una individualidad solitaria y exaltadora de lo efímero.
Este tipo de imagen o palabra superflua, innecesaria, sin intensidad, no produce asombro ni permite conocer nada en profundidad, porque nada refiere en sí, muestra un vacío y una pérdida de sentido. Se acciona constantemente el control remoto y se miran, sin ver, varios programas a la vez, intentando recibir en un corto plazo información de todo y de nada. No es importante detenerse en nada. Estamos en la cultura del desencanto, del fin de las utopías, de la ilusión y los sueños; clausura para la búsqueda de nuevos horizontes.
Nuestra ingenua nada, en realidad, nada tiene de ingenua.
No es que pretendamos que nuestra cultura diga todo en vez de nada. Las totalidades son tan imprescindibles como peligrosas. Necesitan destotalizarse para no volverse dogmáticas. Pero, cómo nos gustaría que al menos empezáramos por decir algo, alguito aunque más no sea, como para comenzar a arrimar brazas a un fuego que no terminamos de encender, y que aún no nos cobija ni nos ilumina.
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