(145) 14 de Noviembre de 2009
Un larguísimo dominó de mil piezas pintado por escolares recorre un extenso trecho que alcanza kilómetro y medio, exactamente la extensión que tenía la pared. Ese símbolo eligieron los germanos para representar la reunificación de las dos Alemanias en el vigésimo aniversario de la caída del Muro. Arne Norek, un berlinés del Este que tenía 17 años en aquel noviembre histórico resumió por estos días la encrucijada del muro: “Cuando pasamos por primera vez al lado Oeste de la ciudad, nos sentíamos como los niños que entran a una juguetería gigante. Todo era tan grande y colorido. Los avisos gigantescos de chocolate Milka, McDonald’s y Mercedes Benz nos hicieron llorar de emoción. La alegría fue corta, sólo duró hasta que nos dimos cuenta de que no teníamos dinero para poder consumir todas estas cosas maravillosas”.
Sin embargo muchos encontraron razones largas para celebrar en esta semana que pasó. No faltaron conferencias, simposios, presentación de libros, arengas libertarias, fuegos de artificios, shows musicales y reiteradas citas de canciones de la legendaria banda Pink Floyd quien habría, dicen, profetizado el derrumbe del Muro. Construido en 1961 intentaba en primera instancia poner fin al éxodo de los alemanes que vivían en la zona oriental, pero como metáfora era la definición clara de un nosotros y ustedes, este y oeste, comunismo vs capitalismo. Su desmoronamiento fue el acontecimiento simbólico del fin de una época.
Personalmente recuerdo que el día de la caída del muro quedé seducido por un análisis que en medio de la euforia general aconsejaba mirar el acontecimiento con mesura y como un hecho dialéctico. Se valía de la imagen de la cinchada. Si uno cae abruptamente en el juego del tironeo, aún sin proponérselo, inducirá inmediatamente al derrumbe del otro, aseguraba. Una secreta esperanza me autorizaba a ver una tenue luz en el final de ese largo túnel en el que se veía resurgir el peor rostro del capitalismo. Entonces vino la era de los flujos financieros con sus paraísos fiscales, los planes de ajuste recetados por el FMI a los gobiernos de los países más pobres, el desmantelamiento del Estado como instrumento de control y regulación de ese mismo capital ahora dispuesto a devorarlo todo para preparar el festín de las bestias. Tiempos de alabanzas a una globalización que permitía la libre circulación de las mercancías y exaltaba valores hiperindividualistas. Un modelo inédito en su capacidad de engendrar desigualdad e injusticia irrumpía ante nuestros ojos como única alternativa. No había otra.
Fin de la historia y muerte de las ideologías anunciaba Fukuyama, disfrazado de filósofo hegeliano, mientras entregaba la corona de triunfo a un capitalismo despojado de cualquier gesto humanitario. La entronización de los “ricos y famosos” se convirtió en el nuevo paradigma y la neutralización de la política reducida a un torpe y mezquino lenguaje empresarial puramente administrativo fueron las dos caras de una misma moneda.
Es que con la caída del muro se naturalizó una nueva visión del mundo, arrasando con tradiciones e identidades político-culturales, ahora reducidas a meras piezas de museo de una historia muerta. Restos de un tiempo acabado. El giro cultural se hizo con el protagonismo de las grandes corporaciones mediáticas valiéndose de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación.
Lo que en los 90 no aparecía tan claro era que toda esta economía se sustentaba en una descomunal burbuja financiera que finalmente terminó por reventar en el corazón del sistema. Cae el muro de Wall Street mientras los poderosos del mundo diseñan estrategias para rescatar a los mercados de esta hecatombe intentando recapitalizar las entidades financieras con el dinero público. Vergonzoso y asqueante: socializar las pérdidas y garantizar la apropiación privada de los beneficios. Como observa Chomsky, para tranquilizar al capital habrá Estado, mucho Estado; de los asalariados ya se hará cargo el mercado.
Semejante rescate financiero es una estrategia desesperada que pretende poner vendas en los ojos de todos para que nadie vea al rey desnudo. “El rey está desnudo”, había gritado aquel niño del cuento de Andersen desenmascarando a aquellos astutos oportunistas que harían un traje tan grandioso a su rey que solo serían capaces de ver quienes fueran inteligentes; los tontos no tendrían tal privilegio. Ese espejismo se está empezando a caer a pedazos. Muchos empiezan a oír al niño que habla de la caída del muro capitalista.
Y empiezan a aparecer algunas voces que para sorpresas de muchos vienen del mismo norte: “La crisis de Wall Street es al fundamentalismo de mercado lo que la caída del Muro de Berlín fue para el comunismo”, dijo Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía y ex economista del Banco Mundial. “Nos hemos convertido en una república bananera pero con armas atómicas. Estamos gobernados por un conjunto de inoperantes y chiflados” aseguró el economista estadounidense Paul Krugman, columnista estelar del New York Times y flamante Nobel de economía.
La metáfora del muro/los muros quedará como alegoría posible del fin de una época. Pero probablemente el mundo producido por la Guerra Fría no haya terminado a fines del 89; quizá apenas está concluyendo en estos días. En 1989 cayó solo una de sus partes; por estos días, ha comenzado a desmoronarse la otra.
Más elocuente que el larguísimo dominó de mil piezas recorriendo el espacio que ocupaba el muro, hubiera sido la imagen de un rey desnudo. Pero claro, para eso hubiera sido necesario postergar algunos fuegos de artificios y tirar a la basura un montón de discursos berretas.
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