(135) 5 de setiembre de 2009
Un gran ojo nos mira, nos observa, nos desnuda y sobre todo nos controla y disciplina. No es el ojo de Dios, pero se le parece. La genial novela “1984” de George Orwell narra la historia de una sociedad sometida a un control extremo por el Gran Hermano, responsable de vigilar los espacios públicos y privados mediante circuitos de videocámaras.
Ya hace rato que la realidad viene superando a la ficción. Recientemente nuestro municipio firmó un convenio con la empresa Ecom Chaco, para dotar a nuestra ciudad de equipos de telecomunicaciones, fundamentalmente destinados a la seguridad. Instalar cámaras en lugares estratégicos de la ciudad es una de las acciones claves. Según el Secretario de Seguridad, se trata de “tener la ciudad controlada en puntos conflictivos, como son los lugares de nocturnidad, las plazas, los accesos a la ciudad, el Parque Industrial y determinados espacios públicos donde la seguridad se puede ver más comprometida”.
Sonría, lo estamos filmando, y que viva el progreso. ¡Ya parecemos Europa!, anuncia eufórico el diario La Razón. Estamos en la vanguardia. Pero eso sí, no olvide que el control y la vigilancia se habrán colado en nuestra vida cotidiana haciéndose simpática y peligrosamente invisibles.
Las cámaras y su promesa de seguridad dentro de sí encierran “nudos” que nos hablan de vigilancia y control permanente (y no por casualidad) dentro de fuerzas en manos del Estado, ¡y cómo no, también del mercado!
Foucault desarrolla una idea inquietante acerca del panoptismo, que es una construcción que permite controlarlo todo desde lo alto de una torre. El dispositivo panóptico dispone unas unidades espaciales que permiten ver sin cesar y reconocer puntualmente. Quedamos así inmersos en una trampa: El sujeto “es visto, pero él no ve; es objeto de una información, pero jamás sujeto de una comunicación”. Se trata de controlar “desde lejos”, desde un lugar donde nos miran pero donde nosotros no podemos mirar. La disociación de la pareja ver/ser visto establece un vínculo perverso. No sabemos en qué momento podemos estar siendo observados, pero somos conscientes de que constantemente somos “vigilados” y fundamentalmente, registrados: cada acción, cada paso, con cada persona, en cada minuto y segundo.
Se podrá decir que las cámaras de seguridad son utilizadas como pruebas en muchos juicios, que han colaborado y servido de ayuda para esclarecer diversos hechos delictivos. Pero al mismo tiempo pueden llegar a jugar en contra de derechos y garantías de las personas. El derecho a la privacidad e intimidad quedan seriamente amenazados, y en nombre de nuestra “integridad”, y el de las grandes empresas, estos derechos y garantías son sustituidos por el cordial cartelito que una y otra vez nos advierte, “Sonría, lo estamos filmando”.
Seguramente pocos adviertan que estas cámaras son en sí mismas mecanismos de control, de censura y de poder, que han logrado ser habilitados mediante el consenso de la mayoría de la población. Esto se ha debido a diferentes motivos pero fundamentalmente al que se refiere a la problemática de la inseguridad. Aceptamos ser “observados” en todo momento y lugar como trueque de “sentirnos protegidos”. No faltará quien asegure que al menos él no tiene nada que ocultar, por lo que prefiere ser vigilado si con ello el Estado lo protege y le hace sentirse más seguro. Punto nodal de nuestras jóvenes democracias: cuánta libertad estamos dispuestos a ceder a cambio de una supuesta seguridad.
Existen dos maneras de pensar la ética: la mirada disciplinadora centra la energía en normas externas y medios también externos que obligan a obrar de tal manera. Esta es la ética heterónoma. La mirada humanista pretende que sea desde la profundidad del ser, desde la interioridad, desde el propio ejercicio de su libertad de dónde surjan las acciones humanas. Esta es la ética autónoma. Evalúen ustedes a dónde nos estamos parando con este proyecto de llenar la ciudad de ojos. Las cámaras de seguridad reflejan y expresan lo que somos, lo que nos pasa. Somos las máquinas que creamos y elegimos.
En razón de lo dicho entendemos que tenemos el derecho a hacernos algunas preguntas: ¿hasta qué punto es ético que las sociedades de control puedan hacer uso de estos mecanismos para registrar las acciones de las personas? ¿Necesitamos recordar cómo estas cámaras han sido usadas en el mundo para control y represión política de marchas y manifestaciones populares? ¿Existe algún tipo de límite o control para los que tienen el poder de registrar estas informaciones? ¿Quién va a controlar a los que controlan? ¿Qué participación o rol exacto tendrá la policía, institución que hoy por hoy, más que garantizar seguridad, es parte de su agravamiento? ¿No estaremos ante una solución que termina siendo un problema? ¿Qué conductas considera distorsivas o disvaliosas, nuestro Secretario de Seguridad? ¿A qué conductas se refiere exactamente? La comunidad de Chivilcoy, ¿no tiene una palabra que decir acerca de los límites éticos de estas cámaras?
En el fondo de toda esta cuestión subyace oculto un tema central: Este sistema político a pesar de parciales logros, en su esencia, no puede dejar de ser una máquina de fabricar excluidos, de establecer las más brutales y canallescas inequidades. Entonces, los habitantes de ese inframundo o los que se asomen a él, necesitarán una vigilancia permanente, exhaustiva, omnipresente, capaz de hacerlo todo visible, pero a condición de volver invisible al mismo responsable de tamaña atrocidad.
Las cámaras más allá de su eficacia como instrumento de seguridad revelan un costado hipócrita. Decimos “todos somos nosotros”; pero seguimos viendo a muchos como los otros. Les tememos; pero están entre nosotros. No están con nosotros, sí entre nosotros. Y entonces los miramos de lejos. No queremos acercarnos. Primero los desenfocamos para que después alguien los mire desde lo alto y de paso nos mire a todos. Pero especialmente a ellos, los otros, como imágenes borrosas de vidas borradas. El gran ojo es el resultado de ese desenfoque, la negación misma de la política como esfuerzo de integración. Ya lo decía Bauman, “Desde los albores de la modernidad, cada generación sucesiva ha dejado a sus náufragos abandonados en el vacío social: las ´víctimas colaterales´ del progreso”.
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