(168) Sábado 24 de Julio de 2010
El matrimonio homosexual convertido en ley, marca un quiebre sin retorno, señaló el sábado pasado Eduardo Aliverti en su programa Marca de Radio. Es un adelanto definitivamente histórico. De época, indicó.
Para el periodista Edgardo Mocca la cúpula eclesiástica perdió dos veces: por el resultado de la votación y por la casi nula presencia virtual de sus argumentos en el debate. Su influencia fue un poco fantasmal, aseguró.
Análisis que convergen, caminos que se encuentran y miradas que coinciden en no centrar tanto la atención en el objeto de la discusión como en el derrotado, la Iglesia, Bergoglio, y toda la cúpula jerárquica, los amos de una moral penosa e insostenible.
Indudablemente, la más elemental lectura del escenario que dejó instalado la ley de matrimonios entre iguales presenta a uno de sus protagonistas sufriendo un duro revés. La iglesia, un factor de poder central, que se creía simbólica y concretamente impune ha sido vencida en una batalla importante. Pero sería torpe olvidar que perder una batalla no siempre significa perder la guerra. Haríamos bien en no subestimar a dichos poderes tan acostumbrados a reciclarse, a resurgir de sus propias cenizas, no al modo poético del ave fénix, sino como las cucarachas, esos bichos que parecen sobrevivir a todo.
Entendemos que el poder de la institución católica, más allá de este revés, sigue aún vigente. Su poder tiene dos grandes ejes vertebradores o fuentes de la que brota su fuerza. Por un lado está el poder político y económico que sustenta a lo largo de su historia y que encuentra en el siglo V un acontecimiento bisagra que da vueltas como la taba el destino de la Iglesia: de pobre y perseguida por el imperio, pasa a ser poderosa, perseguidora e imperial. La Iglesia del pesebre deviene monarquía. Algunos dicen que la causa de tremendo giro se debe a que el monarca Constantino se convirtió al cristianismo, cuando en realidad fue el cristianismo quien se convirtió en monárquico. Cambia el portal de Belén con sus pobres pastores, por palacios con príncipes purpurados. Extraña mutación que terminará generando una estructura piramidal con una cultura autoritaria que progresivamente la irá alejando de sus orígenes y convirtiendo en la institución que por excelencia será legitimadora del statu quo.
Algunas preguntas sobre el presente de la Iglesia argentina pueden echar luz sobre esta realidad: ¿Alguien puede creer que es casual que Bergoglio se haya convertido en el gran articulador político de los principales dirigentes de la oposición de derecha? Detrás de su primer discurso conciliador ¿No se volvió evidente su intención de sacar de la agenda política todos los puntos de conflicto que rozaran intereses y valores de los sectores más poderosos de nuestra sociedad? Cuando la Jerarquía católica habla de “no producir confrontaciones”, ¿no deberíamos leer “no se metan con instituciones y prácticas que constituyen una antigua trama de señorío económico, social, político y espiritual en nuestro país”? Esto es nuestro. Se mira pero no se toca. ¿Es posible trazar un paralelo de impunidad en los grupos de poder en Argentina? Videla reivindica que la justicia militar es la única que puede juzgarlo. Los grandes empresarios mediáticos afirman que la mejor ley de medios es la que no existe, y que cualquier regulación ataca a la “libertad de prensa”. El mismo Macri por estos días pide que lo juzgue el Pro. La cúpula católica hace un vergonzoso silencio acerca de los funcionarios de la institución complicados en los crímenes de la dictadura, o en los más recientes delitos de pedofilia. ¿Casualidades o modus operandi de los sectores de poder?
Tal vez alguien esté pensando en los importantes movimientos internos de resistencia que se han colado por los resquicios de la estructura monolítica institucional, como la Teología de la Liberación, los trabajos en comunidades de base, el intento de apertura al mundo real con una opción preferencial por los pobres. Pero ni siquiera la suma de estos valiosos aportes alcanzan a resquebrajar el arcaico edificio conservador.
Vayamos al segundo eje vertebrador del poder en la Iglesia: la pretensión hegemónica cultural de la Iglesia, su obsesión por imponer ideas y cosmovisiones. Aquí es dónde la institución presenta una grieta importante. Miles de creyentes se alejan cada vez más de tantas visiones ultramontanas del mundo y comienzan a establecer una clara diferenciación entre su fe y la institución. Cabe entonces la pregunta, ¿Cuánto tiempo de dominio hegemónico podrá ostentar una institución con indiscutible poder político y económico pero que progresivamente sigue perdiendo influencia real sobre las conciencias de los que constituyen la base de su pirámide?
Gran parte de la valoración que aun muchos sectores de la sociedad sigue teniendo a la institución iglesia se sustenta en el mito de su preexistencia a la nación misma. Ella y el ejército existirían desde antes de nuestros orígenes. Estas ideas fueron cimentadas en la década del 30, a partir de una política de influencia en el Estado, maquinada a partir del contubernio Iglesia- Ejército. Tal vez estemos asistiendo a un punto de inflexión de un ciclo largo de centralidad política de la Iglesia Católica en la Argentina.
El gobierno nacional parece acentuar con su política esta tendencia no reconociendo a la Iglesia el lugar que aspira a tener. Parece respetarla, no la ataca frontalmente, pero tampoco le da participación en las cuestiones de poder. La Iglesia no es consultada, no interviene en cuestiones decisivas.
Así y todo, ella sigue allí. Está. Presiona. Finge rezar cuando en realidad vocifera. Dice Dios y se mete en nuestra cama. Habla de los pobres mientras va por más poder. No, no hay que subestimarla.
A veces me pregunto cómo es posible que sigan siendo tantos los fieles que profesan su fe en ella. Entonces me acuerdo de Chesterton que decía “cuando se deja de creer en Dios, enseguida se cree en cualquier cosa”.
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