El miedo a crecer: El Tambor y Peter Pan.
(131) 15 de Agosto de 2009
En el año 1979 se estrenó una película alucinante y perturbadora, El tambor de hojalata. Basada en la novela de Günter Grass, el filme narra la historia de Oscar, un niño que al cumplir tres años, y después de contemplar las atrocidades de la I Guerra Mundial, decide no crecer más. Tocando su tambor de hojalata, regalo precisamente de ese cumpleaños, atraviesa el período histórico que anuncia el advenimiento del nazismo y surca los campos de batalla de la II Guerra. Una escena curiosa muestra al niño rompiendo vidrios con sus gritos agudos cada vez que alguien intenta arrebatar su tambor.
Todo el relato se torna una pintura grotesca sobre la condición humana y una crítica demoledora acerca del absurdo de la guerra. Solamente el niño del tambor, con su particular locura, es la voz de la razón, cuando exclama: "Hubo una vez un pueblo ingenuo que creía en Santa Claus, pero Santa Claus se convirtió en el hombre que usaba gas".
Una suma de alegorías: La historia del niño es a la vez la historia de toda una nación incapaz de madurar. El tambor, como fetiche, es el ronco sonido que rompe el silencio complaciente de un pueblo que permitió a los nazis tomar el poder. Un niño desnudando la hipocresía de un mundo no tan adulto. Hasta aquí la metáfora del tambor.
Vayamos hacia otra alegoría aparentemente similar o análoga. Hace unos días escuché por primera vez la expresión “Síndrome de Peter Pan” para referirse a una especie de enfermedad social que consiste precisamente en la incapacidad de terminar de madurar e ingresar al mundo adulto. Peter Pan, el popular personaje infantil, habita en la tierra de "Nunca Jamás", un mundo donde el tiempo no pasa, y sólo los niños pueden entrar. Junto a su inseparable Wendy, juegan a ser los padres de los "niños perdidos", pero Peter no soporta la prueba y se alivia cada vez que aquella le confirma que no, que efectivamente no son sus hijos, ni él su padre. Este relato inspiró a Dan Kiley quien publicó en 1983 sus primeras ideas sobre las personas que no saben renunciar a ser hijo para empezar a ser padre y prefieren una alegre y despreocupada visión de la vida. Parte de los hombres de nuestra sociedad han optado por anclarse en una infancia psicológica y han caído en una suerte de pereza y comodidad para afrontar los desafíos de la vida. Solo se proponen el vivir el día a día, sin ir más allá, en una especie de carpe diem, pero en su peor sentido.
Miedo a crecer, a reconocer y aceptar los límites, y sobre todo el gran límite, la posibilidad de todas las posibilidades, la de que un día moriré. Peter no quiere crecer porque en definitiva no quiere morir. Por eso tampoco quiere envejecer. Peter puede ser varón o mujer. Peter va y se compra un cuerpo de plástico para parecer más joven. Hoy un labio, mañana un culo, después una teta, y si es necesario se planchará sus arrugas para mostrar su lozanía, o se matará en un gimnasio solo para que no se note. ¿Qué no se note qué? Que el tiempo pasa y deja sus huellas y nos mete en el mundo adulto. Lo doloroso es que ninguno de estos comportamientos liberará a Peter de la realidad, el pobre solo podrá evadirse por un tiempo, y esquivando la muerte, paradójicamente, lo único que logrará es alejarse de la vida.
Es posible que la tierra sea solo un cascote que gira alrededor del sol. Es muy posible, decía Hegel, pero la grandeza que tiene este cascote es que en él hay un ser metafísico que se pregunta por el sentido del universo. Y la pregunta decisiva tiene que ver con el sentido de la vida y también de la muerte. Ahí está justamente el drama de Peter Pan, el colocarse una suerte de coraza psicológica, a veces también física, para no advertir el paso del tiempo y eludir la pregunta que lo convierte en un ser metafísico.
La filosofía para Nietzsche consistía en atreverse a enfrentar el propio caos, aceptar la finitud, lo cual requiere un trabajoso esfuerzo de elaboración, de creación de nuevos significados. La filosofía de Peter Pan se mueve dentro de la lógica del boludo alegre.
Los tiempos han cambiado: Ayer, la metáfora del niño, el tambor, y la resistencia a crecer como rechazo a un mundo en el cual ya no tenía sentido crecer, porque tampoco tenía demasiado sentido vivir. Hoy, Peter Pan, eternamente niño, no denuncia nada, no acusa. Se resiste a crecer por miedo a la responsabilidad y al compromiso de la vida adulta. Aparece como alegoría del hombre neurótico moderno resistiendo en vano el dolor natural de la vida, con sus instancias inevitables de frustración, limitación y muerte. Éste, Peter Pan, no quiere morir, porque no sabe vivir. Aquél, para vivir así, casi elige morir. Su conflicto no es con el mundo sino con la vida misma que se le torna inhabitable.
Un mundo hostil que nos conduce a optar entre el refugio o la mentira. Ambas no son más que formas de desertar y no dar pelea ante ese mundo exterior angustiante, abrumador. Tal vez la opción entre el tambor y Peter Pan sea falsa. Probablemente la auténtica elección se encuentre, una vez más, en animarse a enfrentar y resolver los apremiantes conflictos que la realidad nos propone para convertir el País del Nunca Jamás en un País Verdadero, el país del aquí y ahora.
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